martes, 28 de octubre de 2008

Soñando con una vida como la de Emily Dickinson




“Altough an academic success, Dickinson returned home after a year due to severe homesickness. In the years that followed her return, Emily Dickinson lived a reclusive life –she scarcely left her home, nor did she have many visitors. Despite her isolation, Dickinson was an active correspondent and wrote many letters to friends and family…”

(Introduction of Emily Dickinson Poems, Castle Books: New Jersey, U.S.A., 2002, pp. XV)

Escribo en Conce, en una tarde soleada de primavera. No dejan de maravillarme los árboles que se encumbran hasta el quinto piso en el que vivo, el ruido de los niños jugando en el patio del jardín infantil cercano a mi edificio, el cielo abierto y claro del sur, las gaviotas en los tejados cercanos, mil veces menos idiotas que los seres humanos… si es que se pudiera cuantificar el asunto de la idiotez, que ya es una idiotez humana.

Llevo el cabello recogido, al modo puritano que yo misma usaba cuando tenía 16 años y no quería que nadie se me acercara, pero anhelaba la cercanía. Hace poco observé una foto de Emily Dickinson que ahora me recuerda esa época.

He sido tan feliz, he estado tan triste, he estado tan sola, me han acompañado tanto. Y el ciclo se repite una y otra vez. A veces –como hoy– me pasa esto de soñar con vivir al modo de Emily Dickinson: hacer un voto de silencio y vestir de blanco, no dejar la casa, por dedicarme a las flores del jardín ¿no son ellas, a diferencia de la rosa de El Principito, la belleza menos veleidosa y sí la más generosa –en su carácter definitivamente efímero– que podemos conocer?

A veces –como hoy– me cansa el ser humano con su constante fluir de palabras habladas, su constante malentendimiento, su descuido por los otros (con o sin querer), su egoísmo y otras cosas que ni siquiera quiero enumerar ¿no es acaso el sonido de una mosca volando mucho más honesto que el de un montón de voces que creemos conocer?

Vuelvo a mirar por la ventana y se cruza una gaviota en vuelo, se escuchan las voces de los niños que continúan jugando, el viento mece lentamente los árboles portentosos de la ciudad de Concepción. Se repite en mi cabeza: vestir de blanco, cuidar las flores del jardín y un voto de silencio.

Y cito (id., pp. 112):

A Tempest

An awful tempest mashed the air,
The clouds were gaunt and few;
A black, of spectre’s cloak,
Hid heaven and earth from view.

The creatures chuckled on the roofs
And whistled in the air,
And shook their fists and gnashed their teeth,
And swung their frenzied hair.

The morning lit, the birds arose;
The monster’s faded eyes
Turned slowly to his native coast,
And peace was Paradise!

1 comentario:

franco dijo...

Somos monasterios que reconocen su pureza cuando el vómito del rechazo o del abandono se impone a la ebúrnea piel que somos. Lo primigenio es el silencio, la soledad es el lenguaje de la compañía sagrada, el claustro es escuchar la más simple de las respiraciones del alma. Luego de eso, llevamos al mundo el paraíso personal que surge como una luz apenas, como un agua breve que contempla el ser sediento. Los ojos negros del desamor y de la demolición nada pueden con la amplia zona de gaviotas blancas que eres, amiga. En tu remanzo,lo negro es una cáscara que se desliza ciego: los que no te ven es porque se encandilan. Te amo, bella Pamela.