martes, 23 de septiembre de 2008

De tristes noticias...



Me contó una amiga hoy, tipo tres y media de la tarde. No pude seguir trabajando normalmente, revisando tablas en Excel y clasificando información. La vida parecía aullar afuera y nada importaban los ceros y unos de código binario.

No puedo dejar de pensar en ese adolescente que quedó sin su madre. No puedo dejar de recordar la cara de mi hermano de 16 años cuando perdimos a nuestro padre. O lo que sentí cuando me contaron que José Miguel, mi ex alumno de 12 años, había muerto. No puedo dejar de recordar esa extensión de dolor -que parece lo más cercano al infinito que conozco- por cada vez que el ángel de la muerte paseó por algún cercano lugar (a veces, tan, tan cerca, que se funde con el yo). Es difícil tratar de poner en palabras a ese tipo de dolor o tratar de describir cómo nos miramos los que lo hemos sentido, o que lo estamos viviendo en circunstancias similares.

Y es tan curioso todo. Justo el fin de semana estuve escuchando los propósitos suicidas de alguien ebrio. Y pensar que esa madre ya estaba muerta. Pensar que hay otras madres que están muriendo ahora mismo. Pensar que hay otros huérfanos salvajes, como yo, que lamentarán para siempre la separación con sus progenitores. Y habrá padres, también, que siempre extrañarán a sus hijos muertos, como mi madre. Y habrá siempre tanta muerte y, repito, curiosamente, habrá tanto propósito suicida. Y simplemente, así es. Qué rabia. Qué pena.

El tiempo es finito. Es tan obvio y tan burdo como eso. El tiempo de mi padre, el tiempo de José Miguel, el tiempo de Paola –la madre del adolescente de 15–, el tiempo de mi hermana Jimena (como la Jimena del Cid, decía mi padre) y de tantos, millones de otros, ya terminó. Se acabó. Y les sobrevivimos, por ahora.

Pero ¿qué hacemos nosotros con el tiempo que sí tenemos y que otros tantos desearían para estar con los que amaron y que ese ángel, que me imagino de sombras grises y negras, impidió?

lunes, 8 de septiembre de 2008

Dormir sola al centro de la cama.



Todo el mundo sabe que las separaciones son difíciles. Es decir, quién no ha terminado una relación amorosa, quién no ha sufrido porque lo dejan o porque dejó de amar y le toca jugar el desagradable rol del que abandona.

Hay variantes, eso sí: están los que se separan con hijos de por medio y en guerra por quién ve más a los niños; los que se dejan abandonar, cargados de culpa porque cometieron una infidelidad; los que fueron dejados porque la relación no iba para el camino que se suponía que tenía que ir (¿?); los que terminaron un pololeo simple, pero lindo y lo lamentan, o los que, como yo, alcanzaron a convivir un rato y eso hizo de volver a dormir y despertar solo el ejercicio más rudo de los primeros días after break up.

Me acuerdo de haber comprado esta cama sobre la que estoy escribiendo en pleno proyecto de pareja. Iba a ser la cama de los dos y quizás hasta lo fue por un tiempito. Ahora, se ha transformado en la cama que comparto con las visitas a mi departamento: familia, amigos y amigas que se vienen a quedar, o bien después de un carrete, o que quieren conocer Conce. Eso sí, solo los que son suficientemente cercanos como para compartir el lecho, entendiendo, en este acto, mi gesto más grande de hermandad y afectividad (Me acuerdo de los despertares con mi amiga Jarpa, llenos de abrazos; o las siestas increíblemente gozosas con mi amiga Cinthia; qué gran descubrimiento esto de que la cama no sea sólo para los amores).

Quiero celebrar, junto con mis 31, el dormir sola y al centro de la cama. Se siente como si el mundo fuera mío, como si al estirarme y usar el rincón del tálamo que me place, yo fuera capaz de ocupar el lugar en el mundo que me apetece. Delicioso, definitivamente, haber dejado de lamentar ocupar la mitad del lecho que era pensado para dos y pasar a esto de ser yo misma el centro de mi cama, de mi vida, de mi proyecto personal.