jueves, 25 de noviembre de 2010

Linda y el Repartidor de Pasado

Mientras hacía su trabajo, el repartidor podía detener el torrente de pensamientos que normalmente lo agobiaba.

Llevaba diferentes dosis de los tres tipos de cápsulas dentro de su bolso institucional, conforme las guías de despacho que había de entregar.

Y no permitía que nada lo alejara de su ruta, de su camino hacia la inmortalidad y la ejecución del bien, eso que le daba sentido a su existencia.

Sin embargo, una mañana, probó la mercancía y, desde entonces, nada más quería ponerse otra cápsula encima.

La anciana que debía recibir la cápsula había fallecido cuando él llegó. Entonces, abrió el paquete que debió entregar, simuló que la finada lo había consumido y notificó del fallecimiento a las autoridades. Todo conforme a la ley.

Las cápsulas para viajes al pasado estaban distribuidas bajo un estricto sistema de control. Ello, pues cuando se vendieron para libre consumo, muchos se suicidaron al no resistir el presente; otros, perdieron la razón sin poder distinguir sueño de realidad y no faltaron los que se hicieron adictos a su propio pasado por muy infeliz que este fuese.

Sin embargo, el negocio proporcionaba entradas tan inmensas a los productores y calmaba de tal forma a los contestatarios –que quedaban sumidos en sus sueños de juventud–, que no hubo gobierno que quisiera sacar por completo las benditas cápsulas del mercado (en todas partes, por supuesto, debía parecer que las autoridades de salud imponían criterios altruistas).

Ese viaje había llevado a nuestro repartidor a la primera vez que se había enamorado, cuando tenía 16 años y Linda le había entregado su flor. Qué momento más dichoso aquel en que se revela el placer, qué momento más bello en el que los pechos níveos y virginales se dejan atrapar como si fueran dos mariposas jóvenes, el llamado de la especie nos conmina a todos para siempre, pero qué bueno es ceder la primera vez. Los besos de la niña tenían sabor a los duraznos que acabábamos de recoger en la parcela. El verano, el calor, el sol golpeándonos las espaldas. Ella gimiendo la palabra amor, como si se dejara asir con fuerza solo cuando somos adolescentes. Ah, Linda…

La siguiente entrega era, como casi siempre, una anciana con una enfermedad terminal. Los casos de pacientes psiquiátricos eran bastante menos usuales. Lo más normal eran las cárceles y estaciones policiales. Un protocolo de seguridad que exigía una pulcritud que no le molestaba. Pero esa ruta había dejado de hacerla hacía dos años.

El repartidor penetró la morada de la vieja. En la salita, lo esperaba con el juego de té sobre la mesa.

- ¿Gusta beber un té?

- Muchas gracias, señora ¿Tiene endulzante?

- Claro, pues. A mi edad no se puede andar así nada más con lo dulce…

- Si usted lo dice…

- La verdad es que fui sujeto de prueba de estas cápsulas para el pasado. Me cambiaron para siempre. Tengo miedo, pero también esperanza de lo que ocurra esta vez.

- Disculpe, señora, ¿sujeto de prueba?

- ¿Se acuerda de cuando empezó todo esto? Yo era otra. Desencantada, pero joven. Quería que estas cápsulas me devolvieran la inocencia perdida, la pureza… con esa idea fui a la prueba… Pero esas historias son cosa de viejas… Quiero pedirle algo.

- … Si puedo, claro…

- Quisiera que me observara durante los primeros 10 minutos después de consumir la cápsula. No quiero sentirme sola.

La anciana se dirigió a la cocina para traer algunas otras cosas a la mesa. Pocillos con frutas, servilletas y el agua en la cantidad indicada para diluir la cápsula y administrarla según lo indicado.

El repartidor la ayudó a preparar le mezcla y servirla. La anciana tomó un tercio del vaso y sus ojos se llenaron de luz. Y cogió un durazno del pocillo para observarlo como si se tratara de una gema preciosa, antes de engullirlo.

El repartidor no pudo contenerse. Cogió parte del preparado y lo bebió. El agua artificialmente endulzada llenó su boca y enjuagó su apagado ser.

También se hizo de un durazno y recordó a Linda. Ahí venía de nuevo el mejor momento de su pasado. Pero el viaje no se inició al cerrar los ojos. La salita en la que estaba parecía dejar caer su cáscara, igual que la señora que tenía frente a sí. Como una serpiente, la anciana perdía su piel y dejaba aparecer a una mujer tan linda. Él mismo comenzó a sentirse más joven, a ver cómo sus manos gruesas dejaban de ser las de un cuarentón. Cambiaba el color, cambiaba el aroma, cambiaba la textura, la talla, la iluminación. El movimiento alredor de ambos era acuoso, envolvente, irresoluto.

De pronto un ojo fijó la mirada sobre los que tenía enfrente. Había vuelto el verano y el olor a duraznos recién cosechados. Linda estaba frente a sus ojos. Se acercaba a él y enrollaba sus brazos jóvenes en la cintura, apoyaba su cabeza en el pecho.

- Nunca quiero dejarte ir, ¿sabes?

- Siempre te recuerdo, Linda. Siempre vuelves a mí.

- No, no lo sé. Sólo sé que morí después de esta tarde, que mi inocencia nunca más volvió, que nunca más creí.

- No digas eso, Linda. Tú sabes que no pude volver por ti esa vez. Pero ahora vuelvo, no quisiera dejarte jamás.

- Yo siempre he querido volver por ti y hoy te tendré de nuevo.

En un beso dulce, Linda le mordió los labios. Susurró quiero que te quedes conmigo para siempre, algo que el joven repartidor pensó era otra promesa de amor infantil y no una trampa del pasado. Decidió entregarse a esa ilusión, a ese amor que sentía inocente. Cerró los ojos y se dejó llevar. Pasó sus manos entre los cabellos de la anciana y la besó. Bailaron parte de la tarde, hasta que una de las velas de aromaterapia de la anciana cayó al suelo e inició el incendio. Se amaron y así encontraron sus cuerpos entre los vestigios del desastre.

Nuevas víctimas de los fantasmas del pasado –se dijo.

martes, 2 de noviembre de 2010

Recuerdo Prestado



No me acuerdo, pero me lo contó mi amigo Franco: El día que tocó R.E.M. en Santiago fue aquel en el que Barack Obama fue electo presidente de los Estados Unidos.
Me acuerdo, eso sí, de que había una especie de epidemia de esperanza. Recuerdo que lo leí del blog de Roberto Castillo: ese algo en el aire, la gente de los suburbios en E.E.U.U. saludándose con alegría en la calle por las mañanas, como si fuesen viejos amigos.
Me acuerdo de mí misma pensándome testigo de un momento realmente histórico, hace 50 años nadie hubiera creído que existiría un presidente negro. Pensaba en Maya Angelou, en Rosa Parks, en Malcom X... y me brotaban las lágrimas de los ojos... y no porque creyera que el mundo iba a cambiar drásticamente -aunque sí, lo esperaba como todos, esperaba el cierre de Guantánamo y muchas otras cosas más-, pero, en realidad, la razón por la que lloraba de alegría era porque la esperanza ya se había hecho real, porque algo imposible simplemente ya había ocurrido.
Y el recuerdo que me prestó mi amigo Franco: Michael Stipe diciéndole a toda la gente, en medio de esas bellas canciones de R.E.M. que Estados Unidos tenía a su primer presidente negro.