domingo, 23 de noviembre de 2008

El Perdón es Fuerza y Esfuerzo.




Elle: Mátame y haz que el dolor se detenga.
Gabriel: Quiero que se detenga, Elle…Pero no te voy a matar.
Elle: Por favor, sólo hazlo.
Gabriel: Lo lamento. Quiero ser una buena persona.
Elle: Eres un monstruo, como yo.
Gabriel: No, tu padre te hizo de esta manera, tal como mi madre me hizo a mí. Nunca seremos lo suficientemente buenos para ellos, Elle. Nunca quisiste ser así. Querías ser normal. Sólo es que no sabías cómo. Salvaste una vez mi vida, Elle. Me diste la voluntad de vivir ¿No ves que te debo eso?
Elle: Sólo te salvé para que pudiéramos usarte, como una rata de laboratorio.
Gabriel: Sólo estabas siguiendo órdenes… Pero te perdono… Ahora tienes que perdonarte a ti misma…

Elle: El dolor…Se ha ido…


(Héroes, Temporada tres, capítulo 9)


Debo admitir que, en lugar de estar durmiendo o trabajando para poder cerrar final de año como corresponde, pasé la noche del sábado pensando en el perdón y la reconciliación y, luego, viendo varias horas de la tercera temporada de Héroes. Por esas casualidades de la vida, que no considero casualidades, me topé con el parlamento que cité.

Ignoro si todas las personas llevan dolores tan fuertes como los de Elle o como los que yo he sentido en mi alma. Pero sí siento y pienso (y sigo citando a Gabriel, de Héroes) que “todos estamos en guerra con nosotros mismos, es lo que nos hace humanos” y esa guerra interna, esas tensiones, esos temas irresolutos, son los factores que nos hacen estar en conflicto con los que tenemos alrededor. Esa guerra interna es la que se proyecta en las cosas desagradables que hacemos o decimos, con o sin querer, a otras personas. Esa guerra interna es la responsable de que se nos salgan de control las situaciones, de que perdamos el control de nosotros mismos, de que destruyamos a quienes amamos cuando nuestra intención es cuidarlos, de que toquemos las cicatrices de otros para dejar como consecuencia antiguas heridas abiertas.

Y la solución pareciera simple. Solemos usar tan poco la palabra perdón y si la usamos, lo hacemos de manera superficial, sin querer practicar lo que conlleva. Y más escaso aún, me parece, es el ejercicio de perdonarse a sí mismo, a sí misma, por las cosas horribles que nos hacemos pasar, por haberle hecho daño a otro, por habernos excedido, mientras vamos intentando resolvernos, lidiar con nuestros estados emocionales o intelectuales; mientras vamos tratando de darnos la dignidad o el amor, o el respeto, o el reconocimiento, o lo que sea que creamos que nos merecemos.

El perdón es fuerza y esfuerzo. Esfuerzo por cuanto nos plantea el ejercicio de observar detenidamente y sin apegarnos a la ira, en qué hemos fallado y en qué se han equivocado otros. Esfuerzo por cuanto requiere una sincera comunicación con quien tenemos que perdonar, como también con la persona de la que necesitamos el perdón. Esfuerzo porque implica mirarse al espejo y reconocerse terrible, causante de temores en otros o en uno mismo, reconocerse desmesurado, inapropiado. Es duro. Pero también, el perdón es fuerza, fuerza que aplasta el dolor hasta hacerlo desaparecer, fuerza que renueva tan prosaicamente como cuando la antigua lavandera restregaba a mano una mancha para quitarla de un ropaje, de modo que éste quede limpio y, en un caso óptimo, con esa belleza que las cosas nuevas tienen: sin rasgaduras, sin marcas. Pero en el caso del perdón es mejor aun: es la fuerza de quedar sin cicatrices, sin heridas, sumando la historia y la memoria.

domingo, 2 de noviembre de 2008

Avatares de la Esperanza



“..the people you love
will fall defending your name..”
(“Hold on to your friends, Morrisey)


Esta vez escribo sobre la amistad. Y, ok, sí sé que la cita está fuera de contexto y lo menciono desde ya, porque muchos/as de aquellos/as a quienes dedico este texto conocen las letras de Morrisey mucho, mucho mejor que yo. Pero lo cito porque quiero que signifique esto: la gente que amas y que te ama, será capaz de caer y golpearse, defendiendo tu nombre, tu honor, tu bienestar.
Hace poco escribí un poema que dice: “… se toman las manos / y forma el círculo dorado de Dios / y me bañan con su candor…” y con ello quería referirme a que, cada vez que una tristeza desoladora, un dolor intenso, ha venido a caer como un rayo en mi vida, han estado ahí ustedes: amigos y amigas, hermanas y hermanos, compañeros y compañeras, mis preciosas primas, la familia que elegí.
Quisiera darles lo mejor que tengo a cada uno/a de ustedes. Pero todos conocemos nuestras limitaciones: hay tiempos, hay distancias, hay cosas que hacer y nos toma mucho más esfuerzo de lo que quisiéramos estar reunidos/as y conversarnos, y acompañarnos.
Es simple, en realidad, quiero agradecerles el nunca sencillo ejercicio de la empatía, quiero agradecerles por su compañía, por escucharme y leerme, por venir a mi casa y permitirme el honor de cocinar o preparar algo para ustedes; y también, cómo no mencionarlo, por aquellas veces en que han sido ustedes quienes han necesitado de mí y he tenido la bendición de guardar sus secretos, escuchar sus dolores y sus alegrías, de abrazarlos cuando me han necesitado y también por discrepar –a veces drásticamente– en temas que nos son importantes.
Quizás mis palabras no son lo suficientemente justas, no dan cuenta de la grandeza de lo que me han entregado. Entonces, quiero graficarlo con este episodio, que ha ocurrido varias veces este año:

…yo lloro porque me duele el alma y quiero dejarme caer al suelo y están ustedes, como avatares de la esperanza que me secan las lágrimas, bebemos juntos, hacen que mi cuerpo se mueva al ritmo de la música, escuchan mis lamentos y, simplemente, me hacen reír e ir soltando, a través de su cariño, eso que me destruye.

Ojalá pueda yo también ser un avatar de la esperanza para ustedes.

Gracias por ser, por estar.

sábado, 1 de noviembre de 2008

Me rehúso



Tuve la mala suerte de que un fulano con el que estaba saliendo a carretear, me maltrató, es decir, me insultó, me amenazó y me golpeó. Me sorprenden las cosas que he escuchado a partir de mi relato de ello, tales como “no deberías beber de igual a igual con un hombre, porque los hombres se desubican y, como mujer, lo que tienes que hacer es frenarlos”, o “tú tienes un discurso feminista muy agresivo, por eso te pasan estas cosas”, o “no lo denuncies, porque es como mucho”, o “tú tienes algo torcido que saca lo torcido de mí”, o “porque tú me presionaste, me sacaste esa reacción violenta”.
Y, ahora, que por fin esta semana de decantar el horrendo episodio ha terminado, quiero responder a cada una de esas cosas y referirme a otras que también pienso.
En primer lugar, me rehúso a creer que, cuando una persona agrede a otra, haya alguna razón lógica para ello. No fue mi discurso, no es lo que hayas bebido o cuánto carretees con un hombre y tampoco creo que tenga que actuar como la madre de cada sujeto que conozco y mantenerme siempre en cierta posición de control para que él no se desbande (¿no se supone que todos los seres humanos desarrollemos autocontrol y que nos hagamos responsables de lo que hacemos, independientemente del género o identidad sexual que poseamos? Que me disculpen los que lo ven de otro modo. Pero me rehúso rotundamente a aceptar como respuesta algo diferente a un “sí, hacerse responsable y autocontrolarse es lo que todos y todas debemos hacer”).
El asunto es este: un hombre violento es un hombre violento, no importa lo que digas, o lo que hagas, o lo que pienses, ese hombre violento siempre encontrará la forma de agredirte y hacerte sentir que eres responsable de ello, a pesar de que, en buen chileno, la agresión es su cuento. Me sorprende la gente que empatiza inconscientemente con esa posición, que sostiene que, en parte, soy responsable de haber tenido una cortapluma en el cuello o que me ofendieran de maneras que no quiero traer a colación ahora (de hecho, la idea es olvidarlas). Miles de veces he carreteado con otros hombres, miles de veces, he conversado las mismas cosas… ¿por qué se supone que tenga que asumir algún grado de responsabilidad respecto de la conducta violenta de otro, cuando no hay ninguna razón para ello?
Un hombre decente, un buen hombre (que de esos también conozco y muchos), no responde a la presión –si es que tal presión existió– con insultos, sino que se explica o, por último, se va del lugar donde se siente incómodo en lugar de castigar a otro por lo que le molesta. Y ese es el punto. Me rehúso a creer de cualquier forma que una persona que es maltratada física y/o sicológicamente (léase hombre o mujer) deba pensar que tiene que cambiar aspectos de su personalidad, de su discurso, de su manera de ser ante la vida. No, de ninguna manera. Lo que hay que hacer es cortar de raíz la relación con alguien violento para que ésta no te consuma en un espiral disfuncional. Y si eres de los violentos, ahí sí que tienes cosas que cambiar, empezando por hacerte responsable y caminar derechito hacia una buena terapia. El resto no tiene por qué pagar lo que en tu interior te pone mal. Y no es el resto, no está afuera el motivo. Eres tú el que quiere pegar, insultar, maltratar y buscarás cualquier estúpida ocasión para hacerlo.
Si, como sociedad, seguimos perpetuando la idea de que “al que le pegan es por algo”, seguimos justificando la posición del agresor, seguimos sentados cómodamente, viendo cómo se pasa por encima de los derechos de niños, de personas con identidades sexuales diferentes, de etnias, de mujeres y, por qué no decirlo, de hombres que también son víctimas de mujeres que los minimizan, maltratan y agreden. Y me rehúso terminantemente a que la violencia sea validada, a que quienes la sufren día a día sean puestos en tela de juicio, en lugar de ser apoyados y acogidos, entendidos en el tremendo dolor que sufren. Basta. Dejemos de ver la paja en el ojo ajeno, en lugar de ver la viga en el nuestro propio. Como sociedad y, muchas veces, como personas, somos incapaces de contener y de apoyar al que sufre. Y acá voy de nuevo: me rehúso, me rehúso a aceptar estas situaciones y adaptarme a ellas como si fuesen lo correcto. Y no sólo me rehúso, me revelo y me rebelo con la única arma que soy capaz de esgrimir: las palabras.