domingo, 22 de febrero de 2009

Amalia y Martín


Mucho se ha escrito de los gatos, de lo adorados que fueron en Egipto, de lo bellos y definitivos que son, como mencionó Baudelaire y Edgard Allan Poe, cada uno a su forma; de cómo el ethos del gato quiere -quiso- ser atrapado en la eternidad por un Johnny Walken y de cómo un hombre de sombra liviana, llamado Nakata, podía hablar con ellos.

Quisiera tener pretenciones abstractas, tan altas, estéticas e imperecederas como las anteriores. Pero quiero escribir de Amalia y Martín, a quienes, en mi simpleza, confundí con siameses cuando su majestuosidad es birmana, cuando sus juegos siempre han estado llenos de un significado que yo no podía comprender, como un espectador inocente ante una danza sufi.

Hoy, Martín está obeso y duerme pegado a mí, mientras escribo. Ya aprendí que se le llenan los ojos de negro cuando tiene rabia, que exhibe su barriga al aire cuando apetece cariño. Martín es dulce y arisco, suave y tosco.

Hoy, Amalia está enferma, duerme tranquila, y mi alma se acongoja y busca culparse porque la Malita no está bien. Amalia juega todo el tiempo y es curiosa, y le encantan los machos, y cuando está así de quieta, mi alma se parte y quiere darse a ella -como un soplo de luz- para que vuelva el júbilo y la travesura, como cuando se producen los deshielos al llegar la primavera y la vida emerge por doquier.

Y busco el perdón de Amalia y Martín porque, aun haciendo mi mejor, pero pobre y humano intento, no he sabido del todo amarlos y cuidarlos bien.