jueves, 23 de julio de 2009

No, en realidad, no es el lugar para mí.



Todavía estoy consternada con el poder de los insultos. Un insulto bien proferido, conociendo las debilidades de aquel que maldices, es un arma -yo diría- tan terrible como un cuchillazo, pero que se da en el alma, en esa materia inasible que es la identidad y con la que nos vemos todos los días, eso que nos habla cada vez que estamos frente al espejo, eso que hace que nos enamoremos, que tengamos amigos, que confiemos o desconfiemos de alguien.

La verdad es que estoy triste. A pesar de que me crié en un cerro de Valparaíso, en donde el insulto es cosa diaria para convivir con el resto (tanto, que casi no parece insulto), ya no tengo la costumbre de recibir, dar ni permitir insultos. Pero no me quedó otra que sentarme y escuchar a un superior en el trabajo, mientras me decía que mi apariencia no es la apropiada para el cargo y que parecía bruja. Detrás de él había una ventana desde la que se veían las ramas de un árbol. Puse mi vista en esas hojas, fijamente y soporté el embiste con todo el honor que se puede recibir un insulto de tal tipo. Sólo quería que dejara de hablar. Y no pude evitar recordar todas las veces en las que un compañero de trabajo, una compañera de trabajo, un amigo o una amiga me contaron las brutalidades que un jefe les decía, cómo esto les causaba dolor, cómo ello socavaba su autoestima y los desmotivaba profundamente. Nunca había entendido esas palabras como me pasa hoy, ahora.

¿Por qué la gente se permite dar juicios tan rotundos, tan dañinos sin medir las consecuencias? ¿Habrá pensado este personaje -y todos los demás como él- que después de eso se sigue trabajando de manera productiva? ¿Piensan las personas en el daño que le hacen a otros, a los menores a ellos, quienes dependen de su guía? ¿Piensan los que se dicen cristianos o católicos en que a esos que tienen bajo su poder son precisamente aquellos en los que se puede ver el rostro de Cristo en la tierra?